Libro abierto (foto. Pixabay)

Lenguaje claro en la «Crónica de la lengua española 2022-2023»

«Lenguaje jurídico claro»

Por Santiago Muñoz Machado. Artículo publicado en la «Crónica de la lengua española 2022-2023»

«Lenguaje jurídico claro»1

SANTIAGO MUÑOZ MACHADO

Director de la Real Academia Española.

Presidente de la Asociación de Academias de la Lengua Española

I

Arrastran el Derecho y sus agentes, es decir, el legislador, los jueces, los funcionarios y los abogados, una fama antigua de oscuridad, extendida y valorada como la mancha más importante de todas esas instituciones e individuos. Muchas veces se considera como un recurso voluntario manejado con el propósito de crear pequeñas comunidades de iniciados en un lenguaje inasequible para los ciudadanos comunes. La dificultad de comprensión de cualquier persona externa al círculo de los iniciados dotaría a estos de un dominio de los arcanos jurídicos que robustecería su poder.

Esta observación es tan antigua, por lo menor, como los sistemas establecidos con el propósito de organizar las relaciones entre los ciudadanos y de ellos con el poder. Cuando el Derecho empezó a estar dominado por normas dictadas por gobernantes separados del pueblo, el problema de entender las leyes y las sentencias empezó a requerir el auxilio de una clase profesional especializada en su interpretación. Parece que el viejo aforismo «la ignorancia de la ley no excusa de su cumplimiento», que todavía luce en los códigos civiles, procedente del Derecho romano, no fue una suposición de que los ciudadanos han de entender necesariamente lo que dicen las leyes, sino una presunción de que son accesibles porque siempre existe la posibilidad de preguntar sobre su sentido a un jurista especializado.

Pero, indudablemente, el adagio está construido sobre la idea de que es frecuente que las leyes no sean comprendidas por quienes tienen que cumplirlas. O, lo que tal vez sea peor, se deba a la dificultad, para un individuo corriente, de encontrar la norma exactamente aplicable a una situación controvertida.

En las sociedades medievales, en las que el Derecho estaba constituido fundamentalmente por costumbres formadas por repetición y aceptación de prácticas conocidas y asumidas por grupos de individuos, el conocimiento de la norma era fácil porque había surgido del pueblo, que era el responsable y autor último de su contenido. Cuando se fueron afirmando los modelos de gobierno monárquico y el imperante asumió la tarea de hacer las leyes, sustituyendo con ellas las costumbres populares, el conocimiento de los mandatos del legislador devino más difícil. Lo mismo ocurrió cuando la justicia aplicada sin seguir procedimientos formalizados y solemnes, que adoptaba sus decisiones «sin estrépito de juicio», fue sustituida por jueces nombrados por los consejos del monarca que resolvían las controversias siguiendo trámites complejos y estrictamente ordenados.

La complicación se multiplicó alimentada por la heterogeneidad de los modelos aplicables en cada parte del territorio del emergente Estado absoluto. Los sistemas jurídicos locales, podían ser distintos en cada unidad de población. Su existencia estaba normalmente amparada por el reconocimiento real de cada fuero, singularidad o privilegio local. Las variedades existentes de estos regímenes locales eran un obstáculo que dificultaba el establecimiento de una legislación única para toda la monarquía. La recepción en toda Europa del Derecho Romano, es decir, la utilización de sus normas y soluciones como aplicables, bien con preferencia bien supletoriamente en caso de inexistencia del derecho local, fue un importantísimo paliativo del problema de la diversidad: un sistema jurídico único y más completo que los dispersos sistemas locales pugnó con éxito por ganar espacio de vigencia durante la Edad Media. El Derecho Romano adquirió la categoría de Derecho común, junto con el Derecho canónico.

No era, sin embargo, el Derecho de la monarquía, sino externo a ella y procedente de otras fuentes de autoridad. La monarquía estaba tratando de concentrar poder para gobernar con una legislación propia el espacio al que iba extendiendo su soberanía paulatinamente. En España, este proceso comenzó con la utilización por los monarcas medievales de una norma visigótica, el Fuero Juzgo, para imponerlo como norma de general aplicación en diversos territorios. Más tarde, las Siete Partidas de Alfonso X, el Ordenamiento de Alcalá, en el siglo xiv, las Leyes de Toro y el Ordenamiento de Montalvo, en la época de los Reyes Católicos, y la Nueva Recopilación de Felipe II, dictada en 1567, fueron los hitos fundamentales de esa carrera por fijar normas comunes para todo el territorio de la monarquía.

Una consecuencia bastante comprensible de ese afán de combinar y compatibilizar el derecho viejo, procedente de los usos y costumbres locales, y el nuevo, formado por el Derecho Romano, que era la base del denominado Derecho común, complementado por la legislación de la monarquía, fue que aparecieran muchos problemas aplicativos consistentes, por lo pronto, en la identificación de cuál era, entre tantas opciones, la norma aplicable a cada problema concreto y cómo había que interpretarla.

Esta confusión sobre las normas es la misma que afectó al ejercicio de la función de juzgar, cuya simple mecánica exigía, primero, la determinación de los hechos controvertidos, y, segundo, aplicar la norma idónea para resolver el conflicto. Esta elección no era sólo un problema de identificación de la norma aplicable, sino que también concernía a su interpretación. Identificar la norma aplicable y establecer su interpretación correcta se convirtió enseguida en una opción necesitada de la ayuda de expertos. A los procesos acudían las partes enfrentadas no solo con sus abogados o voceros sino también con un acopio de opiniones de los comentaristas de las leyes aplicables. Eran estos muchos y muy afamados y doctos, pero se abusó tanto de sus opiniones, habitualmente discrepantes, que la aplicación judicial del Derecho se complicó. Los excesos de estas prácticas llegaron a tal extremo que los Reyes Católicos acabaron prohibiendo, en sus Ordenanzas de Abogados y Procuradores promulgadas el 14 de febrero de 1495, que se citaran otros autores distintos de Bártolo de Sassoferrato, Baldo de Ubaldi, Juan Andrés y el Abad Panormitano.

La acumulación, en la decisión final de los jueces, de citas inacabables y aun contradictorias, de autores diversos facilitó que la fama de oscuridad prendiera y se imputara tanto a los abogados como a los jueces. Tan grave debió llegar a ser el problema que, para arreglarlo, el legislador se inclinó por prohibir que las sentencias se motivaran, es decir que explicaran las razones en las que se apoyaba la decisión adoptada por el juez o tribunal actuante. Mayores explicaciones de los resuelto solo añadían confusión.

II

Lo que siguió a la falta de claridad medieval fue el espíritu de la Ilustración. Los pensadores ilustrados se preocuparon especialmente por la claridad de las leyes. Son muchos los testimonios en tal sentido que reflejan el estado de confusión alcanzado y la notable dificultad que presentaba el conocimiento de la legislación. Recuerdo la famosa recomendación de Montesquieu en el Libro XXIX de L’Esprit des Lois De la manière de composer les lois»): el estilo debe ser conciso, simple; se deben evitar las expresiones vagas así como el lenguaje metafórico o figurado. Las leyes no deben ser sutiles. No deben emplear más palabras que las estrictamente necesarias. Las leyes deben ser eatables. No se deben cambiar si no existe una razón suficiente. Las leyes inútiles debilitan a las leyes necesarias.

Las ideas sobre la técnica de legislar expresadas por Montesquieu se convirtieron en una especie de manual de instrucciones dirigido a los legisladores. La influyente filosofía de J. Bentham dedicó muchas páginas a demostrar, coetáneamente con la Revolución francesa y en los años inmediatamente posteriores, la importancia de garantizar la simplicidad del derecho. Respecto del estilo de las leyes, sostuvo en el último capítulo de su Idea General de un Cuerpo Completo de Legislación que la perfección del estilo exige claridad, que debe lograrse excluyendo proposiciones ininteligibles, equívocas, difusas, demasiado concisas. El ideal de brevedad excluye la repetición de palabras o la mención de particularidades inútiles. No deben usarse más que los términos jurídicos que son familiares al pueblo. Si se usan términos técnicos, deben ser definidos en el mismo texto legal. Para las definiciones deben emplearse palabras conocidas. Para expresar la misma idea hay que utilizar las mismas palabras. El objetivo de sus proposiciones es que no sea necesario interponer, entre la norma y su destinatario, intermediarios que aclaren su significado.

A este espíritu se acogió la codificación civil, de la que fueron ejemplo el Código napoleónico de 1804, la tardía codificación civil española de 1889 y, muchos años antes, el importante Código Civil Chileno, propuesto por el gran Andrés Bello a mediados del siglo xix, que sirvió de ejemplo a toda América.

Dos siglos después, en ese mismo espíritu seguimos, porque la codificación no llegó a arreglar del todo el problema de la falta de claridad del lenguaje jurídico.

III

En la actualidad tenemos bastante bien identificados los problemas de la oscuridad del lenguaje jurídico.

En el Libro de estilo de la Justicia, de la Real Academia Española, que tuve el honor de dirigir hace ahora un lustro, con la inestimable colaboración de mi admirado colega Salvador Gutiérrez, se dice que el lenguaje jurídico es un tecnolecto o lengua de especialidad. Es decir que es una ciencia que posee una terminología específica propia de su ámbito. Este reducto técnico es difícil de eliminar y sería inconsecuente intentar prescindir de él porque contribuye de forma decisiva a precisar el sentido de los conceptos y a hacer más exacto el discurso jurídico. Esta precisión es del todo necesaria, tanto en las leyes como en sus aplicaciones judiciales o administrativas. Es cierto que puede perjudicar la comprensión de los ciudadanos no especializados, pero es inevitable porque una alteración de la terminología, además de generar inseguridad (los conceptos técnicos a que me refiero han sido docenas de veces explicados por los autores y por la jurisprudencia y su significación está consolidada) obligaría a renovar un lenguaje asentado durante siglos. Es recomendable no abusar de él y buscar alternativas más fáciles de entender cuando sea posible, pero no puede desplazarse de modo general para establecer sustitutivos más accesibles. Me parece aplicable este criterio incluso a los aforismos latinos, que con frecuencia usan los juristas, si sirven para ahorrar explicaciones más extensas o circunloquios que sean fuente de confusión.

En el Libro de estilo de la Justicia a que antes me refería, hicimos ver que la terminología jurídica ha heredado muchas de sus voces de las fuentes en que se inspira. El Derecho Romano nos ha dejado muchos latinismos crudos o literales, como litis, petitum, factum, nasciturum, ab initio, ab intestato, a limine, habeas corpus, ipso iure, sub iudice, etc. Del latín derivan también muchas palabras adaptadas a nuestra lengua, como abolir, abrogar, delito, usufructo, precario. Y otras tantas han sido creadas modernamente sobre base latina. Pero también las hay que son adaptaciones del griego, como amnistía, enfiteusis, hipoteca, democracia; o también del árabe, como albacea, alevosía, alguacil, alquiler, arancel. Por supuesto, tenemos un buen puñado de galicismos y de anglicismos que hemos incorporado sin ninguna dificultad.

Pero, a mi juicio, las dificultades de comprensión que presenta, a veces, el lenguaje jurídico no deriva de su léxico sino de los diversos formulismos que emplea, que no pertenecen al lenguaje común. Me parece cierto y demostrado que emplea muchos arcaísmos, de los que los juristas ni siquiera nos damos cuenta al emplearlos, como débito, susodicho, infraescrito, adverar, dirimir, incoar, otrosí, etc. Otros formulismos se emplean para referirse a personas que intervienen en los actos jurídicos o administrativos (el abajo firmante, el ahora recurrente, los susodichos, ante mí el secretario, etc…).

Muchos textos legales y judiciales son producidos por un emisor institucional y van dirigidos a un destinatario que, en muchas ocasiones, es general o no está predeterminado. De aquí que sea frecuente el uso de fórmulas verbales impersonales y pasivas, que evitan la referencia a la primera persona. Por ejemplo: se resuelve, se da traslado, se modifica.

También se usan expresiones que evitan referirse a los actores; por ejemplo; procede, conviene, es de interés, es de justicia. O no se usa la tercera persona y se evita referirse al emisor o al destinatario. Por ejemplo: debo autorizar y autorizo, ante mí el secretario. O se hace referencia a los actores a través de sus funciones o posición en el proceso usando sustantivos deverbales; por ejemplo: el acusado, el denunciante, el apelante, el declarante, el recurrente, el abajo firmante; también expresiones como el juzgado o este tribunal.

Tenemos bien identificadas cuáles son las características con las que se emplean los verbos en el lenguaje jurídico, que los diferencian del lenguaje más usual. Sabemos también cómo se manejan los nombres, y cómo existen formaciones típicas del lenguaje jurídico (suplicación, impugnación, ratificación, autorización, tramitación, apelación, por sólo citar algunos de los ejemplos que usan la terminación en «on»).

Están identificadas, en fin, las características de los adjetivos, que suelen caracterizarse por emplear sufijos que se reiteran mucho en nuestro lenguaje; en especial: «ado» como demandado; «al» como testifical o judicial; «ante» como querellante u obrante; «ario» como arbitrario, dinerario o tributario; «ivo» como administrativo, lesivo, punitivo, etc.

Por lo que concierne a los adverbios, lo más caracterizado es el empleo de algunos arcaicos, como «otrosí», «amén», «empero», y muchos terminados en «mente».

No me parece necesario continuar con las características del lenguaje jurídico ordinario, que constan bien a los asistentes a este acto. Lo que sí me parece pertinente destacar un día como hoy es que se ha generalizado la opinión, entre las instituciones más representativas de todos nuestros Estados, de que es posible mejorar la claridad del lenguaje jurídico realizando, por primera vez, algunos principios antiguos que no han logrado realizarse hasta nuestro tiempo. Lo más generales proceden, de nuevo, del Derecho Romano: leges intellege ab omnibus debent: las leyes deben ser comprensibles por todos; o simplicitas legibus amica: la simplicidad es amiga de las leyes.

IV

Estas últimas formulaciones pueden explicar algunas de las razones por las que la exigencia de que el lenguaje jurídico sea claro se ha convertido en un principio que se está universalizando con mucha rapidez. Existen muchos tecnolenguajes; de casi todos (médicos, farmacéuticos, ingenieros, arquitectos, mecánicos, pilotos, marinos, etc.) suele decirse que presentan elementos incompresibles para los no especialistas. Pero la claridad se solicita en todos estos casos como una deferencia, una cuestión de cortesía con los que son ajenos a esas profesiones u oficios. En el caso del lenguaje de los juristas, la claridad se ha ido conformando, con más intensidad en los últimos años, como un derecho exigible. Forma parte del derecho a entender los mandatos del legislador, las resoluciones de los jueces o las decisiones de las Administraciones Públicas. Esa comprensión es un punto de partida indispensable para que los ciudadanos puedan acatar las leyes, defenderse frente a la decisiones que limitan sus derechos o aprovechar y gozar las que los amplían o son favorables. En el primer caso, la oscuridad, cuando, por ejemplo se trata de normas sancionadoras, pone a los ciudadanos en una situación inaceptable de limitación e indefensión. En los supuestos de normas favorecedoras, la falta de claridad impide disfrutar las prestaciones o servicios dispuestos en favor de todos.

Un número importante de sentencias del Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha resaltado esta exigencia de claridad, especialmente cuando se trata de leyes con contenido limitativo de los derechos. El Tribunal Constitucional español lo ha dicho, por ejemplo, en sus SSTC 133/1987, 196/1991 y 25/2002, etc., y el Tribunal Europeo mencionado, aplicando el artículo 7 del Convenio de 1950, ha dicho reiteradamente que una norma sancionadora no puede considerarse «ley» a menos que esté redactada con suficiente precisión (muchas sentencias desde Müller y otros c. Suiza de 24 de mayo de 1988, Kokkinakis c. Grecia de 25 de mayo de 1993, G. c. Francia de 27 de septiembre de 1995, Larissis y otros c. Grecia de 24 de febrero de 1998, etc.). Todas estas sentencias, y otras relativas a la accesibilidad de la ley y la claridad y la coherencia de las resoluciones administrativas, tienen muchos desarrollos y repercusiones en diversos aspectos concernientes al respeto de los derechos fundamentales.

Estas constataciones han impulsado más los movimientos favorables al lenguaje claro en todos los países que aspiran a tener Estados de Derecho sólidos: el movimiento del plain language comenzó principalmente en los años setenta, y abarca ya una geografía muy amplia de Estados que usan las lenguas más extendidas del mundo. Está muy desarrollado el movimiento en el Reino Unido, Estados Unidos, Australia, Canadá, Francia, Chile, México, Colombia, Argentina, Uruguay o Perú.

También se han generado algunos movimientos supranacionales entre los que destaco el impulso de la XVIII Cumbre Judicial Iberoamericana, a partir de la celebrada en Paraguay en 2014, que aprobó la Declaración de Asunción relativa a un «Proyecto Lenguaje claro y accesible» que presentaron justamente España y Chile.

Este proyecto contenía una afirmación capital, que reproduzco: «Afirmamos que la legitimidad de la judicatura está ligada a la claridad y calidad de las resoluciones judiciales, y que ello constituye un verdadero derecho fundamental al debido proceso; a tal efecto, entendemos que es esencial el uso de un lenguaje claro e inclusivo y no discriminatorio en las resoluciones judiciales».

Este programa ha sido esencial para el impulso del movimiento panhispánico a favor del lenguaje jurídico claro.

Esta Declaración de la Cumbre coincidió con la presidencia del magistrado español don Carlos Lesmes del Tribunal Supremo y el Consejo General del Poder Judicial de España. Esta circunstancia facilitó la inmediata colaboración entre dichas instituciones y la Real Academia Española, que celebraron aquel mismo año un acuerdo para elaborar, primero, un Diccionario del español jurídico e, inmediatamente después, un Diccionario panhispánico del español jurídico. La Real Academia y el Poder Judicial estuvieron de acuerdo, desde el inicio de su colaboración, que el primer servicio que podían hacer a la política de lenguaje claro era preparar un Diccionario que recogiera el significado de todas las palabra de la lengua del Derecho. Tanto las que se han incorporado al lenguaje común como las que forman parte del lenguaje especializado.

Éramos conscientes de que los diccionarios han sido obras muy características del mundo del Derecho. De un modo u otro, desde el Derecho Romano hasta la actualidad, los juristas han tratado de sistematizar sus conocimientos creando repertorios enciclopédicos, ordenados alfabéticamente. que resumían la información y conocimientos existentes sobre cada institución jurídica relevante. Pero el nuevo Diccionario al que me refiero estaba proyectado para ser una obra bastante distinta. No se trataba ahora de resumir los conocimientos de la ciencia del Derecho sino acopiar la lengua del Derecho. Es decir, el vocabulario esencial y sus definiciones. Tratadas estas como hace la mejor lexicografía con la lengua común: estableciendo desarrollos breves y con el máximo contenido sobre la significación de cada concepto. Nos centramos en esta idea, enriquecida con la posibilidad de añadir a cada definición una mínima referencia a sus «fuentes» legales, jurisprudenciales o doctrinales; algo parecido a lo que habían hecho los pioneros lexicógrafos que fue fueron los padres fundadores de la Real Academia Española, cuando trabajaron en la obra que sería conocida como «Diccionario de autoridades», publicado por la Academia, en seis tomos, entre 1729 y 1739.

Reunimos a especialistas en cada una de las disciplinas que comprenden la división académica o universitaria del Derecho y nos a pusimos trabajar en lo que iba a ser el Diccionario panhispánico del español jurídico, empeño al que se aplicaron cuatrocientos académicos, magistrados, profesores, abogados y expertos. He tenido el honor de dirigirlos y la satisfacción de que aceptaran el método que establecí, el ritmo que les impuse y la grave disciplina que imponía la participación en una obra tan compleja.

Presentamos la primera versión impresa de la obra en la Universidad de Salamanca en 2017, en una reunión de directores de las academias de la lengua y, el mismo año, la primera edición digital en Quito, en el marco de la Cumbre Judicial Iberoamericana. Otras instituciones de cooperación iberoamericana han saludado la importancia de la obra que han animado a continuar y seguir impulsando. Destaca la declaración en este sentido la Declaración de la Cumbre de Jefes de Estado y de Gobierno celebrada en La Antigua en noviembre de 2019.

Desde entonces hemos trabajado sin pausa en mejorar y ampliar la primera versión. También en añadir, a las entradas, artículos o acepciones que lo requerían, anotaciones que permiten consultar, con un solo clic de ratón, la legislación o, en su caso, la jurisprudencia y la doctrina de cada uno de los países que participan en la obra, que son todos los del mundo hispanohablante. Lo mejoraremos poco a poco, como la Academia ha hecho, año tras año, con su obra más relevante, que es el Diccionario de la lengua española, elaborado ahora solidariamente por las 23 academias de la lengua española existentes en el mundo. De momento es mucho lo avanzado y la información que ofrece el Diccionario, conectado ya a algunas de la primeras bases de datos de legislación, es imponente. Esencial para el mejor trabajo e información de legisladores, jueces y abogados; capital para el avance del Estado de Derecho y la democracia en el territorio hispanohablante; fundamental para el robustecimiento de la seguridad jurídica. Tres millones de personas al mes visitan el Diccionario panhispánico del español jurídico cada mes. Cifra verdaderamente insólita para un diccionario especializado.

A esta iniciativa tan importante en favor del lenguaje jurídico claro, la transparencia, la información y la seguridad jurídica, ha venido a sumarse el impulso institucional de las redes de lenguaje jurídico claro que se están estableciendo en los países hispanohablantes. Suscribí en Santiago de Chile, el 9 de junio de este año, el protocolo de constitución de la Red Panhispánica de Lenguaje Jurídico Claro. En diversos países de la América Hispana se han creado ya redes de lenguaje jurídico claro. Se han formado con el impulso de las Cortes Supremas de Justicia, algunas Universidades de cada país, los Parlamentos o alguna de sus Cámaras y determinadas instituciones gubernamentales o administrativas. Su función es vigilar la claridad del leguaje y advertir a cada institución de los desfallecimientos en que incurran en el buen uso de la lengua y las defraudaciones del derecho de los ciudadanos a comprender.

La Red Panhispánica ha nacido para dar apoyo a las redes constituidas y a cualquier entidad que se sume al movimiento sin que sea imprescindible que forme parte anticipadamente de alguna red estatal. El proceso de adhesiones sigue abierto. El Tribunal Supremo y el Defensor del Pueblo de España, por ejemplo, han optado por esta última posibilidad. La secretaría técnica de la Red Panhispánica ha sido confiada a la Real Academia Española.

V

Al mismo tiempo que se completan las iniciativas reseñadas hasta lograr el establecimiento de redes de lenguaje jurídico claro en todos los Estados hispanohablantes, es necesario que se acometan medidas de ejecución de un programa tan bienvenido y prometedor para la satisfacción de los principios y valores que se han reseñado.

Para ello, la RAE está celebrando convenios con todos los organismos responsables del impulso y mantenimiento de bases de datos públicas de legislación y jurisprudencia en cualquiera de los Estados, concernidos por esta iniciativa, para facilitar su conexión con el DPEJ y mejorar paulatinamente la información que actualmente poseemos. Tanto el acceso al Diccionario como a la información complementaria se atendrán los principios de proporcionalidad e igualdad. Como sucede que algunos países hispanohablantes no cuentan con bases de datos idóneamente programadas, que reúnan su legislación y jurisprudencia, la RAE, en colaboración con otros organismos gubernamentales, está impulsando un programa de cooperación iberoamericana con el objetivo de crear y mantener esas bases de datos, que son imprescindibles para las democracia, las garantías de los derechos y el acceso a la justicia.

También concluirá la RAE, en los meses inmediatos, unas directrices de lenguaje jurídico claro. Consistirán en una relación de criterios que deberán básicamente cumplir las entidades públicas que deseen acomodarse al principio de claridad. Con arreglo a estos parámetros, la RAE podrá realizar auditorías y expedir certificaciones concernientes a la claridad del lenguaje de instituciones públicas y privadas.

La RAE va a poder utilizar herramientas dotadas de inteligencia artificial, a partir de este mismo año, que permiten análisis automatizados de la claridad de los textos. En consecuencia, estará en disposición de informar a instituciones públicas y entidades de base privada de la calidad del lenguaje que utilizan en sus resoluciones y documentos.

La Crónica de la lengua española de cada año incluirá un capítulo dedicado a la observación de la calidad y claridad de lenguaje en diferentes ámbitos, a efectos de fomentar las buenas prácticas y advertir sobre los usos incorrectos.

Notas

  1. 1 Notas para la presentación en Santiago de Chile, el 7 de junio de 2022, de la Red Panhispánica de Lenguaje Jurídico Claro. [⇡]
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